A veces quisiera amar simple, amar sin tanto enredo, amar como se acaricia, como se duerme, un gesto sin esfuerzo, el dar y recibir desprevenido de la respiración. A veces quisiera amar sin la alarma de fondo, sin este griterío mudo que dice para qué lo intentas, para qué, si sobrevives mejor cerrado, endurécete de nuevo, abrir el pecho es acelerar la extinción.
Soy un hombre amado. Y supongo que el amor que recibo –amor de pareja, de papá, de hijo, de amigo, de hermano, etc.– se nutre del amor que doy. Pero llevo una vida sin entender cómo la misma experiencia que me eleva es también la que me abisma. En mi caso, amar ha sido una puerta giratoria. Ahora se abre a esa dicha en la que no falta nada, a la luz liviana sobre un amanecer de agua, y después se abre a un túnel cruel, a un abismo estruendoso en el que dan ganas de abandonar el corazón. ¿Se puede amar sin sufrir el amor? Solo el gozo, por favor, ¿puedo escoger solo el gozo?
Sufro el amor por la causa menos original. Entre más enamorado estoy, más miedo me da. Mjm, soy un lugar común. La consciencia del amor viene con la etiqueta de la mortalidad, y no hay con quién negociar ese precio. Es muy jodido: el amor corre el velo del tiempo, te introduce a la plenitud, a esa armonía que prueba que la eternidad no es una abstracción, y, de inmediato, te hace dar cuenta de tu propia fugacidad. Es un chiste espantoso, como si se pudiera ser en simultaneo la llama y la ceniza. Recibes el océano y este par de manos diminutas para contenerlo.
En algunos esa paradoja se transforma en celos, una guerra inútil por poseer lo amado. En otros es paranoia –“de cualquier hueco van a saltar a quitármelo”–, o sobreprotección, o inseguridad –”¿lo merezco?, ¿estaré a la altura?”–. Mi variación de esa locura es un agobio existencial, una sensación de que simplemente no puedo, de que no estoy hecho del material para resistir la ley de que lo amado es insalvable y no dura.
Entonces, para protegerme, activo un mecanismo de defensa típico (y fantástico). Es un dispositivo con tres líneas de código simples:
el amor se acaba
cuando se acaba sufres
entonces no ames.
Justo ahora atravieso uno de esos periodos en los que estoy contraído por haber amado más de lo que algo en mí consideró prudente (y vaya usted a saber de dónde la ignorancia para creer que el amor es una cantidad, un recurso). Después de meses de conexión profunda con mi pareja, de comunicación fluida y complicidad juguetona, se me prendieron las alarmas: “¿Sabes cuánto te va a doler perder esto?”, me preguntaba una voz recóndita en los momentos que más estaba disfrutando, “no vas a sobrevivir el golpe, tienes que hacer algo”. Y ese algo fue que como una güeva le hice caso y empecé la retirada.
Ya no me resulta extraño este paisaje del amante en fuga: me vuelvo más callado, irritable, esquivo. Desconfío de todo lo que pienso, de todo lo que siento, de todo lo que hago, y proyecto en la mujer que amo la frustración y la rabia de la soledad que yo mismo creé. También se disminuye mi deseo por todo lo que no sea huir. Empiezo a boxear con mi sombra, y me creo muy astuto porque no me rasguña aunque me deja exhausto. Me vuelvo el mejor guionista de la catástrofe, imagino todo lo que podría salir mal, todo el daño que podría ocurrir al estar tan abierto, y así encuentro razones de sobra para no sentir, para no dar ni aparecer.
Esa tendencia a imaginar la catástrofe para protegerme del amor empezó pequeño. Crecí durante los años más violentos de Medellín, cuando escuchar una moto acelerando era el preludio de la balacera, o ver un carro abandonado en tu calle significaba una bomba de tiempo. Crecí en una ciudad donde había personas que no podías mirar a los ojos, y donde la imprudencia más insignificante te costaba la vida. Pero había algo que me aterrorizaba más que nada: que mi mamá no volviera del trabajo. Para protegerme y protegerla desarrollé una estrategia insólita. Cuando se tardaba más de la cuenta en regresar a casa, me acostaba en mi cama a imaginar todas las cosas malas que podían pasarle –un carro bomba, un robo, militares que le disparaban por pasarse un retén que no vio, traquetos que la secuestraban por ser la más hermosa, y así, bobaditas por el estilo–. Lo hacía porque “comprobé” que nada de lo que imaginaba terminaba pasando. Solo lo que no ocurría en mi mente podía ocurrir allá afuera. Entonces era mi responsabilidad, en esa guerra de mierda, concebir todos los escenarios de muerte posible para que mi mamá no muriera. Si lo hacía bien, eventualmente escucharía el motor de su carro acercándose, sus tacones en el parqueadero, la puerta que por fin se abría y me daba permiso para recuperar algo de inocencia. Tenía cinco, siete años.
En esa fantasía divina –"si lo imagino no pasa"–, juraba que podía salvar lo que más amaba si me adelantaba a la muerte y le quitaba posibilidades. Qué hermosura de niño, pero qué tic el que dejó. Ese mecanismo de defensa –treinta años más astuto y efectivo– es el que se activa cuando algo en mí juzga que soy yo a quien hay que salvar del amor.
Ahí es donde estoy ahora. Detrás de esa trinchera. Imaginando para no amar, creando un infierno en mi mente para no vivirlo después. Es ridículo. Pero el dispositivo sigue ahí, inextricable, aunque sea consciente de sus reglas y ya mis circunstancias sean otras. ¿Cómo se desmantela un mecanismo de defensa desactualizado? Deje su sugerencia en el buzón.
Una parte de mí está nostálgica –hace tan poco respiraba feliz en el agua–, y otra parte está rabiosa. ¿De verdad tiene que ser este el costo de amar? ¿Tener que rodar otra vez por el drenaje? ¿No se supone que el amor es el clímax de la historia? ¿Que cuando uno ama se resuelven los conflictos? Después de que los personajes encuentran el amor, ruedan los créditos y todos felices. ¿Entonces esto qué? ¿Siempre va a ser así, siempre me voy a acobardar ante lo divino?
No es la primera vez que pasa. Y, hasta ahora, siempre ha pasado. No sé cómo, pero paulatinamente vuelvo a bajar la guardia, y empiezo a soltar, y a jugar, y a arriesgar, y de pronto estoy otra vez cayendo feliz a lo que quizás se convertirá en este texto. Es un ciclo misterioso, y escribo sobre él por si acaso descubro algo nuevo, por si entiendo mejor esa tendencia tan común entre hombres de evitar la incertidumbre y complejidad del amor.
Y escribiendo –empecé esto hace un mes– me di cuenta de que llevo años tratando de “resolver” el problema equivocado.
Antes me preocupaba salir lo más pronto posible de la incomodidad de la contracción. Terapia. Distracciones. Cualquier forma de anestesia. O buscaba afanado la causa de mi herida, suponiendo que había algo roto en mí. Obvio hay traumas que condicionan mi experiencia del amor, no solo el de Medellín, pero creo que soy bastante consciente de ellos y su poder ya no es ingobernable
El reto ahora es más sutil. Tiene que ver con la paradoja que mencioné hace un rato. Ya he vivido lo suficiente para dejar de pelear: el amor es hermoso y es terrible. Punto. Al menos esa es mi experiencia. Desear un amor sin complejidades, desear un amor sencillo, es desear la fachada y no la casa. Solo el brillo pero sin cuerpo. Chispitas mariposas. Y, honestamente, no quiero un amor así. Quiero un amor con la fuerza necesaria para crear el mundo una y otra vez, un amor con el poder de hacerme y deshacerme y volverme a hacer, uno que no se asuste en las ruinas ni se apegue a lo que cambia.
¿Pero entonces qué hace falta? ¿Qué movimiento de consciencia necesito para dejar de huir a eso que supuestamente quiero? No hay respuestas ni trucos en este texto, ya la pregunta ayuda.
Algo en mí intuye que falta humildad, todavía más devoción, poner la frente en el suelo y dejar que pase lo que pase, estar dispuesto tanto a la ascensión como a la extinción. Hace poco releí la historia de Hanuman, una de las deidades más adoradas en la mitología hinduista, y me sorprendió que su coraje y su fuerza legendaria empiezan precisamente en su humildad, en entenderse siempre al servicio de Rama, su maestro amado. Pero es tan difícil ser humilde… Love's gonna get you killed / But pride's gonna be the death of you, and you and me…, dice Kendrick.
Mi lucha contra el amor es, en parte, pura arrogancia. Es la pataleta humana de no aceptarnos mortales, de despreciar lo fugaz creyéndonos dueños de lo eterno. Y es en ese cruce entre el deseo de eternidad y la fugacidad inevitable que Shakespeare escribió uno de sus sonetos más potentes.
El soneto 129 habla sobre la lujuria, sobre el deseo que nunca se satisface, ni antes ni durante ni después de “tener” lo que se quiere: un derroche vergonzoso del espíritu, una fuerza “cruel, sangrienta, asesina”, una carnada a la locura. Es un poema que contiene sin extinguir la rabia y la frustración del extraviado, de quien tiene sed y rechaza el agua, de quien imagina que en la posesión está la plenitud. El soneto termina con una certeza dolorosa: “nadie sabe bien cómo evitar el cielo que lleva a los hombres a este infierno”. Uf. El cielo que lleva a este infierno. Esa ruleta ha sido mi experiencia del amor, y puede que en las costuras del soneto haya una pista para transformarla.
Cuando Shakespeare habla de lujuria, no la reduce a lo sexual. La lujuria se puede leer como cualquier deseo que parta de la ilusión de estar incompleto y de que hay algo allá afuera que va a tapar el hueco: dinero, fama, sexo, cosas, o, también, eso que llamamos amor. Cuando uno espera completarse con otro, le carga una responsabilidad imposible a quien ama. Cuando uno espera del amor que lo haga eterno, que lo haga olvidar de su propia finitud, ya empezó a sufrir. ¿Solo el gozo, por favor? Esa es la trampa.
¿Cómo amar por fuera de esa lógica que, como sugiere Shakespeare, es el camino del infierno? ¿Cómo amar sin tener? ¿Cómo amar con la humildad de quien reconoce su fugacidad y la de todo? ¿Cómo amar a pesar de que estamos muriendo, a pesar de que solo nos encontramos una vez, ahora, y de que pronto seremos un remolino de polvo?
No tengo respuestas. Pero hace poco volví a Rilke, mi gurú, y me sentí acompañado por un poema que celebra ese amor, el amor que no evade, que no se esconde, un amor que entrega. Si Shakespeare presenta el espejismo de buscar completarse en otro, Rilke explora la posibilidad de amar precisamente porque somos efímeros. Empieza con una pregunta atronadora: “¿Por qué violentar lo humano y, evitando el destino, anhelar un destino?”. Las primeras estrofas reconocen lo abrumador que es amar el mundo, sentir que nos necesita “y no poder conservarlo todo para siempre”. Y luego, reconociendo que no podemos aspirar a lo inmortal, encuentra un sentido en el gesto más simple y próximo: cantar.
La novena elegía [fragmento] - Rainer Maria Rilke [...] Canta ante el ángel la alabanza del mundo —no del mundo inefable, pues no le impresionarás con el esplendor que sentiste; en el universo, que él siente con más viva sensibilidad, tú eres apenas un advenedizo. Así, muéstrale sólo esa vida sencilla, que, habiéndose moldeado de generación en generación, se convirtió en la nuestra —y vive al alcance de la mano y en nuestra mirada. Háblale de las cosas. Se quedará tan estupefacto como tú ante el cordelero de Roma o el alfarero de las márgenes del Nilo. Enséñale cómo una cosa puede ser feliz, inocente y nuestra; cómo el dolor que se plañe puramente transige en adecuarse a la forma, y se convierte en algo que sirve o muere para ser algo —y luego, escapa hacia una dicha que se encuentra más allá del arco del violín. —Y estas cosas que viven de su propia extinción, comprenden el que tú las alabes. Perecederas, buscan para salvarse algo que hay en nosotros: en nosotros, los más delebles y efímeros de todos. Desean que en el fondo de nuestro corazón invisible las transformemos en —oh infinitamente...— en nosotros mismos: seamos a la postre lo que fuéremos. Dinos, tierra: ¿no es eso lo que quieres: renacer en nosotros, invisible? ¿No es tu sueño poder ser invisible alguna vez? —¡La tierra! ¡invisible! ¿Qué misión impones, sino la transformación absoluta? Tierra, a quien yo amo, así lo quiero. Oh, créeme: tú no necesitas ya tus primaveras para conquistarme. Una de ellas, ah, sólo una, es demasiado ya para mi sangre. Indeciblemente me someto a ti; desde lo más remoto vengo a ti consagrado. Siempre tuviste razón. Y tu inspiración más sagrada es la muerte —la muerte amiga. Mira, yo estoy viviendo... ¿De qué? Ni la infancia ni el porvenir disminuyen. Una existencia rebosante brota en mi corazón. Noviembre de 1912 - febrero de 1922 | Traducción de Juan Rulfo
Mientras escribo esto sigo en mi trinchera, pero con algo más de espacio y de aire para no tener que salir corriendo. Aquí estoy, asomándome de a poquitos. La pregunta, al fin, no era cómo amar sin sufrir, sino cómo amar.
Lo que me ha parecido siempre una condena –cuando me abro al amor, dejo entrar el sufrimiento– me sirve ahora para darme cuenta de que estaba amando a medias. Estaba tratando de negociar lo innegociable: dame el gozo y no el dolor, dame la eternidad del instante y llévate la consciencia de su fin. Tenía la esperanza de que amar fuera un refugio contra la muerte, y no, no lo es. Pero, misteriosamente y como dice Rilke, una existencia rebosante brota en el corazón cuando, a pesar de que no queda nada, queda esto.
Libro en camino
Estoy escribiendo un libro con mi amigo y maestro Andrei Ram. Es un libro sobre una técnica de descanso consciente. Se llama “prana nidra” y, de la manera más simple y contundente, ayuda a limpiar y recargar la energía física y mental. Uno la hace siete o veinte minutos, y siente como si hubiera dormido varias horas de sueño reparador.
El prana nidra es una técnica yogui que, sin exagerar, marca un antes y un después en quienes la practican, y es tan sencilla que no requiere nada de experiencia en yoga para hacerla. Ya vamos por la mitad del libro, y estoy muy emocionado con cómo está quedando.
Necesito concentrarme en esta última etapa de escritura, y por eso voy a tomarme una pausa acá en el newsletter y en redes sociales. Seguiré publicando episodios de afueradentro y de Yogaverso, pero no voy a mandar correos con ensayos como el anterior hasta mediados de marzo. Quizás mande uno que otro recomendando algo que esté leyendo, o con comentarios cortos sobre las entrevistas que hago: cortos y directos.
Si tienes una suscripción a afueradentro y quieres pausar los pagos por estos dos meses, lo entiendo perfecto. Solo mándame un correo y me encargo de interrumpir la suscripción hasta entonces. En cualquier caso, gracias por apoyar mi trabajo. Estoy haciendo a diario lo que algún día parecía un sueño de estudiante –escribir y conversar– y te agradezco que me acompañes.
Un abrazo y hasta pronto.
jorge
Gracias Jorge por compartir! Tal vez todos hemos sentido eso pero tengo que admitir que en todos los años vividos, la alegría y el sufrimiento, nos dejan lecciones:
He aprendido a vivir el AHORA, estando presente HOY, viviendo como si este fuera mi ultimo dia: dando lo mejor de mi.
El futuro lo desconocemos y lo desconocido genera temor, entonces para qué vivir en temor?
El amor es una decisión que conscientemente tomo cada día, reconociendo que hay una fuente infinita de amor que llena mi ser...solo tengo que conectarme con esa fuente por medio de la oración (otros por medio de la meditación u otras prácticas espirituales).
El amor es como la felicidad… o sea, no sé 🫢