La dicha de la distracción
Que me roben la atención para ser libre
Soñé que estaba en una fiesta de amigos en un apartamento pequeño de ciudad grande. No éramos muchos, diez, doce, quince tal vez. Había poca luz, poco ruido. Conversábamos en la penumbra de la sala, rodeados por ventanales amplios y oscuros. De pronto empezó a pasar algo que fue suspendiendo las voces hasta dejar silencio entre nosotros. Eran unas campanadas que llegaban de lejos, muy lejos. Lo que nos llegaba de su sonido era el último aliento. Y ese sonido, grave, brillante, dichoso, solo se daba en el puro silencio. Teníamos que quedarnos quietos, muy muy quietos, respirar casi nada, relajar el rostro y el cuerpo, y, entonces, campanada, como una semilla dorada abriéndose en uno. Más silencio y otra vez, sin poder predecirla, campanada, pim, pum. Había que hacerse abismo para escuchar. Abrí los ojos y vi a algunos de mis amigos elevados, flotando, escuchando esa gloria y levitando. Tenían los ojos cerrados, y estaban suspendidos como si hubieran regresado al vientre, solo que ahí, en la mitad de la sala. Se elevaban despacio como globos plácidos, rebotaban con dulzura en el techo y volvían a bajar. Solo había que dejar que las campanas sonaran en uno y nada más. Su resonancia era nuestra belleza. Escucha. Escucha. Escucha. Tu oído es un templo flotante. Es agua y es aire. Arde la tierra y es Dios.
Me desperté en gozo. También en duelo. Yo quería flotar pero eran los otros los que flotaban en el sueño. ¿Qué me hace falta o qué me sobra para escuchar así?
Llevo años, una década más o menos, pensando en el oído. Todo lo que he hecho profesionalmente gira alrededor de eso, de lo ocurre allí, en ese espacio diminuto, acuoso, vacío, flexible, eléctrico del oído. ¿No es maravilloso que el cuerpo del otro se convierta en el mío cuando me habla y escucho? ¿No es aterrador? Tú vibras y, aunque yo quiera o no, mi cuerpo vibra contigo. Podría cerrar los párpados, tratar de ignorarte, querer pensar que nunca te vi. Pero no puedo no escucharte. Soy en resonancia. Soy-en-re-so-nan-cia. Eres en resonancia. Lo que se mueve y ocupa un espacio y vive su tiempo habita en el oído. El origen se da en el oído, una y otra vez, en el tuyo y en el mío. Campanadas. Respondo y resuena. Resuena y respondo. Es allí, escuchándonos, donde hay hermandad.
Tal vez por eso escucho, porque busco a mis hermanos.
A veces me pierdo. Se me olvida por qué hago esto. Por qué un podcast en el que invito a otras personas a que yo las escuche (¿a dónde las estoy invitando realmente? ¿Cómo es ese lugar de mi oído?). O por qué una escuela en la que entreno a otros para que escuchen mejor. Se me olvida el templo en el oído y solo hago y hago y pienso y pienso y si ya salió este contrato y qué episodio sigue y por qué me dejaron en visto y otra gripa más y a qué hora se van a dormir estos niños por dios y vuelva y madrugue y prenda el computador y revise el correo y whatsapp y qué más qué más qué más dónde hay más dame más, más Instagram, más noticias, más ruido, más cansancio. No hay campanadas. La vida se me vuelve un estruendo, un estallido desordenado de notificaciones, cada una con su ruina de mí. En esas temporadas no estoy en ninguna parte, me arde la sensación de que siempre debería estar en otro lugar, haciendo otra cosa, no esta, nunca esta. Y aunque desde afuera parezco exitoso, y muy bien puesto y responsable, adentro no hay nadie, si mucho un lamento que me avergüenza y que por supuesto no dejo oír.
El otro día estaba en esas, perdido, y me subí a un taxi veredal. (Viene una historia larga y desordenada).
Laura y yo habíamos ido en carros separados a un concierto en el que ella cantó. Ella llegó primero con los equipos, y yo más tarde con los niños. Al final del evento se nos olvidó que estábamos en dos carros y nos devolvimos todos en uno solo a la casa. El otro carro quedó allá parqueado. Nos dimos cuenta cuando ya íbamos a llegar a la casa, con los niños en el caos previo a la dormida, y decidimos llegar, dormirlos, y luego devolverme yo en taxi a recoger el carro olvidado. El problema es que vivimos en una montaña lejos, sin acceso a transporte ni público ni fácil. Llamé a un taxi de confianza, el que nos saca o nos entra a la casa si no tenemos carro, pero ya eran casi las diez de la noche y me dijo que estaba abriendo una botella de aguardiente. También me dijo que no me preocupara, que ya mandaba a alguien por mí. Me puso en contacto con un tal Camilo, a quien no conocía, y yo le di las indicaciones para llegar. Se perdió, como todos, pero después de un rato logró dar con la casa. Ya los niños estaban dormidos. Me despedí de Laura, cogí los audífonos, salí y pensé en montarme en la parte de atrás del taxi para no tener que hablar. Estaba cansado y qué pereza hablar. Pero al fin decidí abrir la puerta del copiloto y saludar y al menos tantear qué había ahí para conversar. Lo que había ahí me rompió y me devolvió en pedacitos al oído.
Camilo manejaba despacio, como si el carro fuera de cristal. Era un chevrolet chiquito, como el Spark pero mejor, no sé el modelo. El caso es que bajaba como si estuviera en tacones por un barranco. Me causó gracia. La carretera es mala, pero no taaaaanto. Me contó, sonriendo, que estaba terminando de pagar el carro. Que solo le faltaban dos o tres cuotas. Que estaba feliz porque ya lo tenía trabajando otra vez después de tenerlo parqueado casi seis meses. En diciembre pasado fue a visitar a su familia a un barrio en Medellín, y en la madrugada, cuando se iba a devolver para la finca, fue a prender el carro y estaba muerto: le habían robado el computador y el sistema eléctrico. Por suerte lo tenía asegurado, pero se demoraron meses para importar las partes y en fin… Afortunadamente, dijo, el carro es su negocio secundario. Su trabajo principal es de mayordomo en una finca por acá cerca. Corta el césped, cuida los perros, mantiene bonito el jardín, arregla lo que se daña en la casa grande. Es el todero. Camilo no tenía más de treinta años, pero sonaba como si hubiera vivido mucho y empecé a preguntar.
Me contó que llevaba toda la vida trabajando para la misma familia. Y no era una exageración: literalmente llevaba toda la vida en la misma familia. Su mamá era la empleada doméstica de un par de odontólogos de Medellín. Ella quedó en embarazo, nació Camilo, y se lo entregó a una hermana de ella (tía de él) para seguir trabajando como interna en la casa de los odontólogos. Lo veía solo los fines de semana pero, a medida que fue creciendo, la familia “rica” lo acogió como un hijo. Lo llevaban a paseos con los dos hijos de ellos (que tenían la misma edad de él), lo invitaban los fines de semana a la finca, le organizaban los cumpleaños, le daban aguinaldos, y así, se volvió un niño más de esa casa. Ellos vivían (con su mamá) en El Poblado o Envigado, no recuerdo, y él vivía con la tía y otros familiares en una casita de El Limonar, por San Antonio de Prado, un barrio periférico de Medellín y conocido por ser otro escenario del conflicto armado.
Ya la mamá de Camilo se había pensionado. Pero sus “tíos”, como llamaba a la familia de odontólogos, le dieron trabajo a él en la finca. Y además le prestaron la plata para comprar ese carrito que ya estaba terminando de pagar. Ese carrito en el que estábamos saliendo de nuestra montaña al mundo, a las vías pavimentadas e iluminadas por las que empezó a acelerar. Me di cuenta de que una ranita estaba posada afuera en el parabrisas. Qué frío debe tener, pensé, y seguí preguntándole cosas a Camilo.
Había algo en su historia que no me cuadraba. Si era como un hijo, si todavía hoy se refería a los odontólogos como a una extensión de su papá y su mamá, ¿por qué había terminado mayordomo y no profesional como sus “hermanos”? Y entonces, a mitad de camino entre mi casa y mi destino, se dio algo que he normalizado pero que es inusual. Escuchando supe. Supe su vida sin que me la dijera. Y esto ocurre tan rápido que ni siquiera yo soy consciente. Pero en lo que me iba a diciendo intuí lo que no estaba diciendo y, como tenía poco tiempo, y ya estaba tan enganchado con su historia, le pregunté directo: Camilo, ¿vos eras pandillero en Medellín? Y él me miró rápido, y supo que yo sabía. Y no solo que yo sabía, sino que no había juicio en mí, que era innecesario esconderse.
Me contó que a cuando él tenía catorce años llegó el duro del barrio a su casa en El Limonar. Estaba cayéndole a una familiar de él, creo que su hermana o prima mayor. El caso es que el líder de la pandilla llegaba, saludaba a Camilo, le sacaba las balas al revólver y se las prestaba para que jugara con ellas mientras le echaba los perros a la pelada. Y así la enamoró a ella (la dejó embarazada) y también a él: de las motos, y de las armas, del poder y de la plata. Cuando menos se dio cuenta, Camilo, catorce años, el de la mamá “de modo” (porque era empleada de ricos), el estudiante bien, se salió del colegio y estaba campaneando en el barrio, primero por agradarle al duro, y luego ya en la nómina, con turno y revólver. Dejo de ir a la finca de los “tíos”, ¿para qué si ya tenía algo serio que hacer? Empezó a fumar cigarrillo y marihuana, a meter perico, a trasnochar. Dio bala a los del barrio del frente. Le dieron bala también. Me dijo que recuerda el zumbido de las balas rozándolo, casi quemándolo, antes de reventar secas en una pared detrás de él. Y así, en cuestión de meses, pasó de ser un niño “con oportunidades” a uno más del combo.
La tía donde vivía cambió las cerraduras y lo echó de la casa. Su mamá no lo quería ni ver. Los odontólogos declararon que ya no existía en su familia, que ni se acercara. Y a él le importó un culo porque tenía poder. Dormía en terrazas desde donde hacían lo turnos de guardia. Se mantenía armado y trabado. Así pasaron casi dos años.
En cuestión de doce o quince minutos, tenía una vida al frente mío. Era el copiloto de un personaje profundo y que todavía no lograba delinear del todo. Porque uno detecta fácil a un maleante en rehabilitación, a alguien que está recién salido de la cárcel o que la lleva cagando toda la vida y dice que ahora sí, que ya se va a arreglar, que hoy empieza una vida nueva (aunque su carácter diga lo contrario). Camilo no estaba ahí. A mi lado había un joven cuidadoso, de buen ánimo, disciplinado y optimista, y no entendía cómo eso que me contaba se había transformado en quien estaba metiendo los cambios del chevrolet y llevándome a un destino.
Yo creí que si uno entraba a ese mundo de los combos solo salía muerto, le dije. Y me dijo que él también. Que estaba aquí de milagro. Su mamá, en un último esfuerzo, sola, sin el apoyo de nadie, fue a una clínica privada de rehabilitación de adictos, pidió que la ayudaran a internar a su hijo, y después de mucho insistir, dos empleados de la clínica fueron al barrio, escoltados por la policía, y encontraron a Camilo que había ido a pedirle almuerzo a la tía justo después de entregar el revólver al pandillero que seguiría cuidando la esquina. Estaba desprevenido en la sala de la tía. Llegó la mamá, los de la clínica y los policías. Lo requisaron, estaba limpio, le explicaron lo que iban a hacer, y Camilo se dejó llevar. Se fue con ellos y lo internaron. Me dijo que sufrió mucho la abstinencia. Que le dio más duro dejar el cigarrillo que el perico, pero que al final lo logró. Después de meses internado, donde hizo buenas amistades, empezó a volver al barrio, y los pandilleros lo saludaban con cariño. Se alegraron de verlo, pero, para su sorpresa, no le pidieron que volviera a trabajar con ellos. No le exigieron nada. Lo dejaron tranquilo. Él dice que lo querían.
Camilo tenía a toda la familia en contra. Después de lo que pasó, nadie confiaba en él. Y de a poquitos fue probando que quería una vida diferente. Montó negocios chiquitos en el barrio, trabajó en una licorera, en una carnicería, pero no se acomodó. Entonces se fue a un pueblo a aprender de construcción. Volvió, pero ya no a Medellín sino a Rionegro, una ciudad vecina, siempre consciente de que era él quien decidía si seguía el camino duro o si volvía a trabajar con el combo. Y decidió todos los días, hasta ese cuando nos conocimos, trabajar y hacer lo suyo con paciencia, con verdad, sin hacerse daño ni hacerle daño a nadie. A punta de trabajo, de fracasos, de tenacidad, se volvió a ganar la confianza de su mamá, de sus familiares en el barrio. La de los odontólogos también. Lo conectaron con el mundo de la construcción. Lo vieron esforzarse. Lo vieron trasnochar y pagar, con lo poquito que le quedaba, la matrícula para validar el bachillerato que había abandonado. Se graduó a los veinticuatro, y los odontólogos le ofrecieron trabajo fijo en la finca. Un regreso luchado.
Ahí estaba, diez años después de todo, trabajando todos los días. El turno de mayordomo, me contó, es hasta las tres de la tarde, y después de eso se dedica a manejar su carro, a hacer carreras como la que me estaba haciendo a mí.
El orgullo de Camilo, más que estar a punto de pagar el carro, era haberse ganado de vuelta a su familia. Allá en El Limonar, donde había perdido el respeto de todos en la casa, se volvió un referente: es trabajador, tiene lo suyo, es generoso y ayuda en todo lo que puede.
Ya estábamos llegando. Y Camilo no era ajeno al asombro que provocó su historia en mí. También se sorprendía contándome lo que me contaba y hacía comentarios como “por eso prefiero no tener amigos”, o “mejor de lejitos”, para justificar su vida solitaria en el campo, para cuidarse de ese que fue. Hay una parte de él que todavía lo asusta, pero que ya no define su carácter.
Cuando llegamos al lugar donde iba a recoger mi carro olvidado le dije que lo admiraba. Que agradecía su historia. Que me conmovía mucho tanta bondad en él y a su alrededor. Me miró por primera vez con el rostro completo, no en perfil de conductor. Estaba pleno. Me dio las gracias. Le pagué. Me bajé. Por un segundo no sabía dónde estaba ni qué tenía que hacer. Vi mi carro. Me subí a él. Manejé solo la media hora de regreso a casa. Manejé en silencio. Y lloré y lloré y lloré. No hice sino llorar mientras desanduve el camino que había hecho con Camilo.
Lloré por mí. Porque estaba perdido y esta historia me encontró.
Lloré porque en la bondad de esa historia recordé la mía.
Lloré porque volví a hacer consciente mi don.
Mi conversación con Camilo no duró más de veinticinco minutos. Y ocurrió como ocurrió porque escuché.
Escuchar es desplegarse, es permitir que de esa punta de alfiler que es la identidad –la historia tantas veces repetida– brote un horizonte. El horizonte es el otro, y es uno, y es infinito si se escucha más, un poco más, antes de cercarlo con juicios.
Yo estaba perdido, o mejor, estaba ocupado, y me distraje en la historia de otro. Fue una pura distracción: estaba tan concentrado en él, que me olvidé de mí. Y entonces, en el silencio del que se desocupa, sentí. Campanadas. La inocencia de lo que vive y busca un lugar para seguir viviendo. El origen que se repliega, como un caracol, y se nutre de su propia fuerza, y aprende del camino que acabó de hacer, y en una espiral hermosa, como el propio oído, se eleva y se hace luz y materia, vida y muerte, muerte y vida. Esa es nuestra gloria. Ahí, en el oído.
Hace poco murió una mujer hermosa y joven que había acabado de conocer. Nos conocimos en septiembre. Me contó su historia, el cáncer de cinco años, su viaje con el dolor. Estábamos en un café, y apareció luminosa, completa, sabia y buena. La invité al podcast. Aceptó. Me dijo que tenía un viaje y que coordinábamos a su regreso. Me escribió el 22 de octubre. Estoy lista, dijo. Yo estaba en un taxi en Bogotá, con gripa, ocupado, trabajando. Le respondí el saludo por WhatsApp. Me dijo que cuándo grabábamos, que si quería que nos agendáramos de una vez o en unas semanas. En esas se me atravesó la vida, o llegué a donde tenía que llegar, lo que sea, y no le respondí. Un mes después llegué una noche tarde a la casa, ocupado, claro, muy ocupado, y Laura me contó que había muerto.
Carolina, ese es su nombre, ingresó por una infección al hospital y no volvió a salir. Pero en las semanas que estuvo ahí, más lúcida que nunca, les recordó a sus amigos más cercanos, una y otra vez, que “la muerte es un beso dulce”, que no hay que tenernos lástima porque morimos, que no hay que armar alboroto. Que este presente en el que somos y nombramos es un regalo suficiente. Amen, decía, amen sin excusas, amen con todo esto que son ahora. Carolina, sabia, desprendida, luminosa, escribió un mensaje recordándonos que nadie se va, que ella no se iba, que nos invitaba a encontrarnos con ella en su amor. A los quince minutos murió.
¿Qué es importante para ti hoy? ¿Dónde está lo que amas? ¿Lo escuchas? Siempre está ahí, siempre está ahí, solo hay que distraerse, permitirse la dicha de olvidarse de uno. Y entonces: campanadas. Campanadas sutiles, casi mudas pero extáticas. Campanadas. Escúchalas. Están ahí, contigo. En tu silencio. En el silencio de quien se desocupa y se vacía y se pierde. En el silencio de quien le da toda la atención a su amor. Escucha. Ahí nos encontramos.



Gracias, Jorge. A mí también me hiciste llorar.
Toda la belleza del mundo en este texto tan profundo y tan, pero tan, bellamente escrito. Muchas gracias. Yo también estoy llorando.