Me acuerdo de la primera vez que escuché a alguien dar la hora: eran las tres. Me acuerdo de mi abuela diciéndome que los sueños de los niños obedientes son transparentes. Me acuerdo de la foto de un gallo de pelea sobre el ataúd del doctor Máximo. Me acuerdo de que el hermano de Yeison se llamaba Jáder. Me acuerdo del sonido de los mangos al caer después del aguacero, como un golpe al esternón.
No recuerdo si te he hablado de esto: tengo una memoria terrible. Se me olvidan las caras de la gente, los viajes que he hecho, los libros que leo, las fechas importantes. A cada rato paso vergüenzas porque me presento de nuevo a gente que conozco, o les pido que me cuenten historias que ya me habían contado. El problema es tan grave que a veces siento que podría olvidar a quienes más quiero. Pueden pasar meses sin que piense en una amiga o amigo, y después, cuando voy a retomar el contacto, vivo segundos de vértigo al ver mis dedos inseguros sobre el teclado porque no recuerdo su nombre.
Me di palo por años tratando de entender esas lagunas de memoria. ¿Será que no me importa nada que no sea yo? ¿Será por desatento que la información se me escapa tan fácil? Me perseguí la cola con hipótesis así, hasta que empecé a aceptar mis olvidos como uno acepta que las uñas crecen, o que a las cinco un ventarrón tiró la puerta, o que anoche soñó con osos levitando. Además, no todo han sido dolores de cabeza. Una memoria defectuosa tiene sus ventajas. Con el tiempo me di cuenta de que puede facilitar la práctica de yoga, por ejemplo, o que el vacío que deja es fértil para la imaginación. Por eso en este correo voy a ponerme el sombrero más insólito: el de evangelizador del olvido. Primero voy a presentar el caso, y luego te voy a proponer un ejercicio práctico. Y de entrada espero que esto sea cualquier cosa menos memorable.
Jiddu Krishnamurti, un pensador espiritual que nació en la India y se movió por todo el mundo durante el siglo pasado, sostuvo que la memoria es un obstáculo para vivir una vida presente y creativa. En una conferencia corta, recogida en su libro La libertad primera y última, argumentó que mente y memoria son lo mismo, y que nuestra experiencia del mundo será incompleta mientras sigamos mirando lo nuevo con los ojos del pasado.
Krishnamurti aclara desde el principio que hay dos tipos de memoria, la psicológica y la factual. Esta última es necesaria y útil: es la base de la supervivencia y de las ciencias. No hay que olvidar mirar hacia ambos lados antes de cruzar la calle, que tres más cuatro es siete, o que esa de allá es la estrella del norte. Su crítica se enfoca en la memoria psicológica, resumida en una idea que sirve como eje de la identidad occidental: ”soy una consecuencia de lo que he vivido”. Suponemos que estamos definidos por nuestra historia (como individuos o colectivo), y que la memoria es el lugar donde se cifra nuestra identidad. Pero detrás de esa idea se oculta una frustración.
¿Por qué la memoria ha adquirido tanta importancia? Por la razón obvia y sencilla de que no sabemos vivir íntegramente, completamente, en el presente. Empleamos el presente como un medio para el futuro, y por lo tanto el presente carece de significado. [...] Es porque voy a llegar a ser algo, que nunca existe una completa comprensión de mí mismo; y el comprenderme a mí mismo, el comprender con exactitud lo que ahora soy, no requiere cultivo de la memoria. Por el contrario, la memoria es un estorbo para la comprensión de lo que es.
Suena absurdo que uno pueda conocerse sin memoria. En la cultura occidental dominante, el “conocerse a uno mismo” siempre pasa por los recuerdos. Recordar es lo que hacemos en cada sesión de terapia; es lo que hace quien lleva un diario o escribe su biografía. Cuando queremos explicarle a alguien por qué reaccionamos de tal manera a una situación, usualmente contamos una historia de la infancia; o si nos proyectamos en el futuro, casi siempre aspiramos a una evolución coherente de quienes hemos sido. Imaginamos todo dentro de lo que la memoria permite. Pero Krishnamurti asegura que ese matrimonio con el pasado hace la vida “pesada, tediosa y vacía”. De entrada diluimos la intensidad y la potencialidad del presente al ponerlo en términos de experiencias antiguas. Y cuando inevitablemente sentimos que nos estamos repitiendo, que patinamos cada día en los mismos miedos y ansiedades, cuando queremos romper el círculo vicioso y conocernos más allá de ese guion, lo intentamos (¡sorpresa!) con la mente, la misma herramienta que nos limita. Es inútil, dice Krishnamurti:
A través del tiempo esperamos alcanzar lo atemporal, a través del tiempo esperamos conquistar lo eterno. ¿Podéis acaso hacer eso? ¿Podéis atrapar lo eterno en la red del tiempo, usando la memoria que está hecha de tiempo? Lo atemporal sólo puede ser cuando la memoria, que es el "yo" y lo "mío", cesa.
Para mí la práctica espiritual consiste en eso, en imaginarme más allá de este tiempo, de esta mente. Si mi vida es producto del azar, entonces mi identidad también, y por eso desconfío mucho de cualquier narrativa que me obligue a percibir las cosas desde un punto fijo. En realidad lo que creo que soy es solo una versión de infinitas posibles, y una mala memoria ayuda a mantener el equipaje ligero para explorar otras identidades. Hay un ejercicio que hago mucho: tratar de sentir por primera vez lugares o cosas que conozco bien. Me siento a observar un árbol hasta que olvido su concepto y mis recuerdos y mi escala, hasta que por un instante se transforma en un ser majestuoso y enigmático. (Una vez logré olvidar que los ríos fluyen horizontalmente y fue mágico). O cuando alguien trae un domicilio, trato de percibir mi casa desde su cuerpo (¿qué aroma lo recibe en la puerta?), y de imaginar su primera impresión de un espacio que yo embalsamé con la costumbre. O también me pongo en el lugar de Aviva, nuestra hija de año y medio, e intento redescubrir el mundo con ella: ¿a qué sabe una aceituna? ¿Cómo se sueña sin gramática? ¿Qué pasa en un ascensor? Y todos esos ejercicios son yoga para mí, son maneras de meditar. Quizás esa sea una definición más amable de la meditación: no la suspensión de los pensamientos sino el olvidarse de uno mismo.
Y con esto no quiero decir que para sanar o resolver lo que uno tenga que resolver, basta con forzar el olvido. Sería ingenuo e irresponsable. A veces la mente está tan enredada y exige tanta atención, que es indispensable jugar con sus propias reglas y temporalidad. Yo lo he hecho en terapia: uno recuerda episodios traumáticos o definitivos, y cuando los reinterpreta siente que recupera agencia sobre ellos, que ya no actúan con la misma intensidad, que de repente gana atención para otras cosas. La terapia y su exploración de la memoria es muchas veces indispensable, pero mi punto acá es que no hay por qué reducir la experiencia del mundo a la lógica temporal de la mente, y que puede ser liberador dedicar menos energía a recordar y más a otras formas de sentir.
Para terminar quiero compartir contigo un ejercicio de escritura que me sirvió para transformar en juego esa tensión entre memoria e identidad.
Se llama “La invención del recuerdo”, y lo diseñó Carlos Grassa Toro, un amigo y escritor extraordinario. Conozco a Carlos desde 2013, cuando yo trabajaba en Tragaluz editores y publicamos dos libros suyos. Su escritura se volvió inspiración inmediata: es lúcida, gozosa, alérgica al lugar común. Además, Carlos es un gran guía para quienes queremos escribir mejor, y el año pasado fui su estudiante durante cuatro meses. Él me mandaba ejercicios semanales desde su casa en España; y yo los hacía a contrarreloj desde Colombia.
“La invención del recuerdo” consiste en hacer una lista con recuerdos aleatorios de la infancia y juventud temprana, cada uno de una frase, y siempre empezando con la fórmula “Me acuerdo de…”. Hasta ahí no hay nada nuevo: varios escritores han usado esa forma desde mediados del siglo pasado para hacer un inventario de lo que fácilmente podría ser olvido. Lo empezó Joe Brainard en 1970 y luego lo copió Georges Perec. El ejercicio que me propuso Grassa Toro en el taller de escritura siguió esa línea, pero al final le dio un giro irreverente y curioso: “Entre cada dos recuerdos incluye uno inventado que pudiera ser real”. Al leer mi inventario completo, él no podría diferenciar cuáles eran de mi experiencia y cuáles de la imaginación. Estos (y los del primer párrafo) son algunos de los míos.
Me acuerdo del llanto iracundo de Lili cuando el profesor de religión le aseguró que los perros muertos no van al cielo. Me acuerdo de bajarnos los pantalones en el baño: ganaba quien moviera el coxis y nada más. Me acuerdo del salón repitiendo al unísono la lista de preposiciones. Me acuerdo de leer los clasificados buscando un secreto. Me acuerdo de los dinosaurios que uno sumergía en agua y al otro día amanecían grandes y babosos.
Lo que me parece maravilloso de ‘La invención del recuerdo’ es que invita a esculcar la memoria, pero no para momificar la identidad, sino para liberarla. Cada recuerdo, corto, luminoso, se vuelve un objeto en sí mismo. Ya no es ese recurso que explotamos con frecuencia para darle sentido a experiencias similares, sino un vestigio, un resto, que dice lo que fue y no pretende más. Creo que lograr esa distancia con la propia historia es sanador en una cultura que le tiene miedo, como dice Krishnamurti, a desprenderse del pasado. Y al añadir a esa lista de recuerdos algunos inventados, empezamos a escaparnos de la dictadura de la memoria –de la Historia– y a recrearnos en la imaginación. Porque, como dice Grassa Toro, ¿qué es la imaginación sino la capacidad de ordenar de una nueva manera todo lo que recordamos?
Le escribí a Grassa Toro contándole que iba a escribir sobre esto en afueradentro, y me respondió con la generosidad de la amistad, autorizándome a compartir contigo el ejercicio completo por si alguna vez quieres hacerlo. Si quieres saber más sobre su trabajo, visita el sitio web de La CALA, ese lugar en el mundo donde Carlos crea para él y para todos.
Y acá te dejo mi propia lista de recuerdos, reales e inventados. Si decides hacer el ejercicio, y quieres compartirlo, yo estaría feliz de ser tu lector. Me lo puedes mandar por acá.
Recomendaciones
Podcast: Aprovecho para compartir algo que me tiene muy contento. En enero voy a empezar un podcast sobre yoga con mi querido amigo Esteban Augusto. La idea es acompañar la práctica personal a través de conversaciones sobre los principios del yoga y cómo se traducen a la vida cotidiana. Si quieres recibir más información y noticias sobre lo que estamos planeando, suscríbete a nuestro boletín.
Música: Víctor Acevedo, uno de los músicos que más admiro, acaba de lanzar un álbum con su proyecto Hombre Memoria. Es mi banda sonora de estos días.
Libro: ‘Me acuerdo’, de Martín Kohan. Este escritor argentino tomó la forma literaria que describí en el correo para hacer un libro corto y entrañable. Además, esta entrevista es buenísima y describe como recordar puede servir para distanciarse de uno mismo.
Si este correo resonó en ti, tienes algo para recomendarme, o simplemente quieres saludar, por favor respóndeme. Leo todas las respuestas y trato de responder lo más pronto posible. Esta conversación de afueradentro ha sido uno de los regalos que encontré en 2021. Un abrazo y gracias por leer.
Jorge
Recuerdo el nombre de cada uno de mis 25 estudiantes desde el primer día de clases. Se sorprenden. Los aprendo automáticamente en la primera dinámica de presentación. Luego sospechan. Piensan que es una jugada, una trampa de la profesora que los puede llamar por su nombre sin pudor y apenas con 5 minutos de conocerles. Les digo que no sé cómo lo hago. Con el tiempo, y con las clases por Zoom en pandemia, se ha ido diluyendo el don. Espero recuperarlo. Al parecer se convierte en criptonita.
Es más fácil olvidar que recordar, pero ambos ejercicios exigen voluntad. Seleccionamos qué olvidamos - el dolor suele ser el indicador - amparamos los recuerdos, custodiamos escenas o las fragmentamos. Por ejemplo, mi madre tiende a contarnos situaciones de la infancia que no son comparables al registro que yo tengo en mi alma. Estuvimos ahí las dos, sólo que yo he seleccionado olvidar todo lo que ella recuerda. Ambas tenemos la misma voluntad no equiparable. Gracias por compartir el ejercicio. Me atrevo a subir el mio: en este link: https://bit.ly/3yzMc55
Saludos desde Colombia.
Es un placer leer lo que escribes, eso que sacas hacia afuera desde dentro. Yo soy más de llevar hacia dentro lo de afuera.
Hoy llevas el sombrero de evangelizador del olvido y por eso yo debo figurar en la categoría de gran pagano porque presumo de tener una gran memoria. Recuerdo con exactitud conversaciones de muchos años atrás, detalles, nombres, números y cosas por el estilo. La verdad es que eso me hace sentir como un bicho raro y aunque, en principio, parece algo para presumir, cuando a otras personas les recuerdo aquello que dijeron o hicieron, aunque sea sin ánimo inquisidor, da la sensación de que me he convertido en la voz de su conciencia y ya sabemos que esa vocecita interior a veces resulta odiosa. Uno piensa que a todos les pasa lo mismo hasta que los demás te miran con extrañeza y no se imaginan que se pueda recordar todo con tanto detalle.
Es verdad que, a veces, sería mejor no recordar. ¡Cuánta ofensa! ¡Cuánta injusticia! Solo recordar lo placentero y bondadoso nos evitaría grandes preocupaciones, pero quizá, de esa forma, no existiría el arrepentimiento de aquello que hicimos mal y. por tanto, tampoco la posibilidad de reparar el daño.
Un saludo, Jorge!